
Mons. Echarren, según Religión digital, nunca tuvo pelos en la lengua. Vasco lúcido y transparente, se ganaba a la gente por su cercanía y su talante abierto y dialogante. Fue siempre de los obispos con olor a oveja que tanto pide Francisco. Era un prelado de los de Francisco antes de tiempo. Por eso, fiel a sí mismo, nunca ocultó sus convicciones y, mientras la mayoría de sus colegas, se escuda tras eufemismos y frases alambicadas, él siempre decía lo que en conciencia pensaba.
En 2007, con motivo de un aniversario del cardenal Tarancón, explicaba cómo y por qué había palidecido la buena estrella del purpurado madrileño y de los "suyos".
"Jamás abusó de su estatuto ni para apoyar a sus amigos, ni para excluir a los que no eran de su opinión. Ésta y no otra fue la razón de que, con la llegada de Juan Pablo II al Papado, su estrella comenzara a declinar, en la Iglesia y en la sociedad, y fuera marginado una vez jubilado, y con él los que éramos considerados taranconianos".
Pero Echarren siguió siendo amigo y seguidor de Tarancón, "no sólo por afecto a su persona, sino también por coincidencia plena con sus criterios pastorales, teológicos, sociales y espirituales". Era el modelo eclesial de una Iglesia abierta, samaritana, al servicio de los pobres y sin tomar partido político partidista.
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